Los signos son creaciones históricas, es decir, que se hacen de hecho. No siempre se los crea de derecho, y la creación de derecho también es un hacer de hecho. Reconocer la historia de los términos habilita a juzgar qué usos se corresponden con su sentido etimológico y cuáles no, es decir, a corregir el lenguaje, lo que no pueden hacer lo que se debe las corrientes contractualistas, ya que admiten que a cualquier término se le dé cualquier significado, según se convenga, cosa que lleva a errar. La pregunta que hay que responder es porqué a un término se lo llama lo que se lo llama, cosa que muchas veces se decidió no por contrato sino naturalmente. Para el caso de los automóviles, se los llama así por una definición convencional hecha al inventárselos al comienzo del siglo XX, o a fines del XIX, que menciona que son cosas que se mueven a sí mismas, lo que por cierto no es así. Es una definición conceptual y equivocada, ya que se mueven entre otras cosas porque alguien los maneja. Si se los llama “carcachas”, como también se lo hace, se alude al ruido que hacen, ya que al andar chocan entre sí las piezas de metal con que están fabricados, y suenan así, “carcachan”. Más sonaban así cuando transitaban en calles de adoquines. Ese es un nombre sonoro.
Tener en cuenta el origen y la historia de las palabras terminará con el abuso epistemológico que hacen las teorías de los significantes vacíos, que juegan injustamente con el lenguaje porque habilitan a debates evasivos, que retrasan la toma de conciencia necesaria para resolver los problemas históricos.