miércoles, 5 de junio de 2024

Del placer de castigar

 Existe el placer de castigar a quien se tilda de pecador, delincuente o viciado. Quien lo goza, cree que actúa bien, que hace justicia al golpear a quien reta. Es un regodeo, político y religioso, o hasta económico y demás (como cuando se sacrifica a las empresas consideradas deficitarias), de quien carece de alguna buena razón, que se tolera por la fuerza de las circunstancias y porque condenar al mal es justo, pero entonces, para hacerlo bien, hay que saber qué es el mal, qué la justicia y cómo condenar que se le falte, de buen modo las tres cosas. La humanidad, para castigar bien, tiene que saber de buen modo qué es el bien, lo que depende de cómo entienda el principio de todo y a sí misma, además de al resto de la historia mundial. Mientras que la humanidad ligue el bien a la idea que tiene de dios, como hombre puro por fuera del universo, su práctica tendrá las consecuencias que se le corresponden a esa tesis de fe, que supone un principio de acuerdo a su confianza, imprudente por arriesgarse sin necesidad y no probado por datos objetivos directos, sino por hechos secundarios, que pueden deberse o no a aquello a que se les atribuye.