Con las revoluciones liberales y otros gobiernos progresistas, e incluso conservadores, y también con los revolucionarios de izquierda, se le restó lugar a los privilegios hereditarios en los cargos institucionales, cuestión que por supuesto es celebrable, pero no obstante eso aparejó alguna injusticia que deberá ser bien saldada porque, por un lado, el talento no depende sólo del esfuerzo individual, sino también de cuestiones azarosas y del contexto, poco manejable individualmente, y, por otro, porque los privilegios hereditarios parecen benignos pero conllevan una patología acumulada, que apesadumbra a sus víctimas al causarles sobrealtura social y riqueza excesiva, entre otros temas. También pasó que los beneficiados por el ascenso social de la carrera meritocrática se toparon con las penurias irresueltas del sistema social para su condición supuestamente mejorada, algo de verdad y otro tanto no porque superar a parte de la sociedad dificulta y mengua las relaciones interhumanas, de por sí trastornadas por otras causas.