Con eso de decir la verdad y cumplir lo hablado se genera una presión que está mal, porque responde a una idea absolutista del habla y del compromiso, a la que hay que rectificar
historiosamente, concibiéndola como falible y como deponible en tanto se lo haga con una responsabilidad laxa, cuyas faltas debieran poder ser aceptadas, según el caso, y corregidas si fuera necesario.